El tiempo es uno de los grandes enemigos, es de los temidos, pero también de los admirados por su implacable arbitrariedad y por la amargura que estremece la piel cuando pasa por la garganta.
Hablar del tiempo es darle el protagonismo que reclama en cada cumpleaños, que manifiesta con la primera cana, con la primera zanja en la frente o en la comisura de los labios, esa arruga que siempre se desvanecía pero que un día decidió no marcharse nunca más.
Pensar en el tiempo es someter al alma a un minuto de microondas. Un minuto. Pero luego otro, y otro, hasta que se cuece, se reseca y se explota.
El tiempo no tiene rostro, pero es una pesadilla recurrente.
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