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Sábado.
Ella no duerme esta noche, ningún viernes duerme.
El canal 24 horas lleva horas y horas con la misma noticia, la misma de todas las madrugadas de los sábados.
Se le pone la piel de gallina mientras roza lentamente su Montblanc con un paño de seda bajo la luz única de la pantalla de la televisión. Las sombras se mueven de un lado a otro, revolotean sin control de una pared a otra con cada cambio de escena que lleva de una imagen de una mujer a otra, de un escenario a otro, de un barrio a otro de Madrid. Las sombras se quedan estáticas durante un minuto mientras la pantalla muestra un collage de fotos pequeñas de nueve mujeres, todas con la misma mirada tierna y comprensiva, todas psicólogas, todas muertas.
Las gafas de lectura son la lupa que le permite limpiar cada recoveco de su, de nuevo, brillante y perfecto Montblanc, sigue sin usarlo, nunca ha escrito nada con él.
Los sábados son como el primer sorbo de café de la mañana, usual pero único en el día, único en la semana.
Aún siente el hormigueo en su mano cuando el bolígrafo, como una extensión de su fogosidad, atraviesa la piel del cuello de una mujer, de su mujer, de sus mujeres.
Vuelve a sentir que los músculos de todo su cuerpo se contraen y sus vellos se erizan provocándole un espasmo involuntario cuando escucha de nuevo cómo se rompe la piel como si fuera un icopor.
Aprieta los dientes y aspira todo el aire de la habitación para después soltarlo en una bocanada convertida en carcajada, un ruido discordante con la voz apacible y parsimoniosa con la que hoy concertará una cita para el viernes siguiente. A veces se pregunta si en su tono de voz se refleja la ansiedad y la ilusión con la que pide una cita urgente porque se siente, dice, preparada para aprender a afrontar que el tiempo es lineal y no circular como los días de la semana.
Los viernes le alimentan el alma como una inyección de adrenalina, de vida y de tiempo que transcurre. Los sábados se permite revivir una y otra vez su última cita, se bebe a sorbos cada movimiento y cada sonido: el del cuello roto, el del cuerpo al caer, el de la garganta ahogándose con su propia sangre, el de la puerta al salir del despacho, el de la suela de sus zapatos caminando por el asfalto, el de su mente en calma y de su corazón a galopes.
Los sábados duerme sabiendo que los domingos no tienen alarma.
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