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Viernes.
Saca la tarjeta de presentación de su bolso sin abrir siquiera los ojos, aún es de noche, se tranquiliza al palpar el filo del papel duro. La vuelve a dejar. Cierra el bolso. Vuelve a dormir.
Alarma. Boca pastosa. Agua caliente. Café.
En su bolso, el Kindle, llaves, monedero, y su bolígrafo Montblanc dorado, tan brillante que si lo vendiera, podría decir que no se había usado nunca.
En su portal, mira la tarjeta que tiene en la mano y lee: “Calle Gran Vía 59, 28013, Madrid. IPSIA Psicología”.
Decide irse caminando, es pronto, su cita no es hasta las 13:00h y aún son las 12:00h.
A cada paso que la acerca hacía su decisión inalterable, se reafirma en la sensatez que la llevó a concertar una nueva cita, sabe que esta será la última vez, no como la vez anterior, que también se dijo lo mismo, esta vez tenía que ser La vez.
Respira, se le ensanchan los pulmones y se extiende su pecho, siente que el corazón empieza a latir más rápido de lo habitual, vuelve a percibir que su ojos se abren a la par que se dilatan sus pupilas, por primera vez en toda la semana escucha el ruido de la ciudad, sus silbidos, los coches, los semáforos. El viento en su pelo se conjuga con su paso certero y se deja llevar por el placer de un baile acompasado que solo ella coordina. Flota, o por lo menos, el suelo se desdibuja y su cuerpo deja de pesar, el aire deja de aplastarle los hombros, las noches se desdibujan y solo está ella. Ella, la ciudad, su mano firme que sostiene la tarjeta y su bolígrafo en el bolso. No necesita nada más. Lo sabe, lo nota en las mariposas de su estómago y en el afán de su respiración.
12:55h. Está en la puerta. La emoción envuelve cada milímetro de su ser y golpea la puerta con decisión y nudillos desnudos. Igual de desnudos que sus dientes.
Se sienta ante la mujer que le abre la puerta.
“Es perfecta”, piensa.
La mujer la mira con ternura, con una comprensión que viene de serie con las psicólogas cuando descubren su vocación.
Esa mirada la irrita, el arde en las manos y se aferra con una fuerza desmedida a su bolso, puesto con aplomo sobre sus piernas.
Se dicen los nombres, se cuentan sus expectativas, le pregunta que si es su primera vez, ella dice que no. Le cuenta que todos los viernes acude a un despacho de psicología diferente porque necesita sumar, sumar para no quedarse estancada en los días insulsos de la semana.
Saca su brillante Montblanc, lo mira con deseo, lo empuña tan fuerte que sus dedos se tornan blancos, marca con los ojos el recorrido que la excita y lo sigue sin pestañear.
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