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Domingo.
La resaca de los domingos le produce gastritis, malestar que no le deja el vino. La tregua del día anterior se rompe con la luz de la mañana. Su vitalidad se le escapa por los poros con cada minuto que la acerca a la alarma del día siguiente.
Se arrastra por la cama hasta que consigue levantarse haciendo cuña con sus manos. Se asusta, abre los ojos como platos a la par que arruga el entrecejo, empieza a perder los detalles del viernes, ya no es capaz de oler el aliento mentolado de su última psicóloga, ya no recuerda si giró a la derecha o a la izquierda por la Castellana; duda si el jersey de ella era rojo o era blanco teñido de rojo. Duda. Olvida.
Mientras se bebe el café intenta agarrar los detalles con el ceño fruncido para que no se vayan, se enfada y golpea la mesa con el puño tan cerrado que las uñas se le clavan en la palma. Sabe lo que sucedió el viernes, lo sabe porque reconoce la fuerza inoculada en su cuerpo para afrontar otra semana más, pero es incapaz de recordar la cara de su psicóloga, el tacto de la piel cambiando de temperatura; es incapaz de recordar los detalles que la emborrachan los sábados, que la envuelven y la empujan fuera de su anquilosado tiempo.
Se atraganta con el café, su gastritis va en aumento al igual que su impotencia. Se odia, odia a su mente por no ser capaz de revivir con la misma intensidad su ritual de los viernes.
Camina haciendo círculos hasta que se detiene frente a la ventana, y de repente, sus latidos se ralentizan al recordar que ya tiene una nueva cita pactada para el viernes siguiente. Sonríe. La siguiente será la última vez. Se relaja. Suelta la presión de sus hombros. Solo tiene que esperar una semana más.
Se sienta en la cama sin hacer mientras juguetea con el bolígrafo entre sus dedos, lo palpa, lo acaricia, le habla entre susurros, lo mima y lo deja de nuevo sobre la mesa de noche.
La resignación inunda su pecho y su respiración se transforma en suspiros. Activa la alarma. Ya pronto será lunes, serán las siete.
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