La vida es eso que pasa entre tu última publicación y conseguir darte cuenta de que esa había sido la última publicación.
La vida tiene sus más y sus menos y aquí vamos, en los menos intentando que sean “más”; intentando descifrar en qué consiste la relación entre el sentimiento y su descripción; de dónde viene la inspiración; cómo alcanzar a la musa (o cómo llamarla); cómo escribir un texto de más de 30 líneas y que tengan sentido; cómo ponerle nombre a los sentimientos que ya están inventados. Porque seamos sinceros, todo está inventado y tenemos que usar palabras como “remix” o “vintage” para justificar la compra de algo viejo como nuevo.
Leo y releo palabras que no suenan mías, que no recuerdo. Rebusco en mi pecho: cierro los ojos y respiro profundo como si quisiera robar todo el oxígeno de mi habitación. Registro cada recoveco y rastreo con mi olfato preguntándome por los olores que harán, por arte de magia, que las palabras broten de mis dedos sin necesidad de organizarlas en sujeto, verbo y predicado.
Desvelo con nerviosismo la capa protectora que existe entre la piel y los pulmones para reconocer ante el espejo que la frustración incapacita el intelecto y bloquea la creatividad. Que el autosabotaje puede tener otras causas y no solo el miedo.
Sí, escribir lo hace todo el mundo pero no todo el mundo es escritor; todo el mundo respira y vive y no por eso podemos llamarlos seres humanos.
De la misma manera existen seres vivos que se dedican al mercado de la política pero no por eso debemos llamarlos políticos.
Recapacito. Vuelvo a mirar al espejo. Respiro. Escudriño dentro de mis ojos marrones. Sonrío y el espejo me devuelve la sonrisa —menos mal—. Cuento hasta tres.
Calma.
Parpadeo y confirmo que el “bum, bum, bum” no es mi corazón; no es el pecho dilatándose y contrayéndose. Es el teclado. Son mis dedos. Son las letras que se juntan unas con otras para crear frases con sentido (consentidas).
No escribo, solo respiro. Respirar es fácil, escribir no.
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