Y ahí estaba
ella, sola, suspendida, atada, enredada en sí misma, acalorada, dorada y
entera. La realidad se acercaba peligrosamente, como cada noche, a medida que
la luz del sol se iba y era ella la que tenía que cargar con todo el peso de la
luminiscencia, de ser estrella polar, de alumbrar a los distraídos transeúntes
que, sin ella, se ahogarían en la más profunda, oscura, densa y cálida tiniebla.
Está puesta al
azar por una mano invisible que se empeña en demostrarle que ella no es nadie,
no es nada sin su generosidad. Está sujeta por un cable que se esmera en
decirle de mil maneras que su brillantez es prestada y que debe pagarla con obediencia.
Su destello
amarillento y cansado se debate presuroso en el umbral de una ventana abierta
al mundo, una ventana que, en realidad, es puerta hacia el mundo, hacia la luz
natural del sol, hacia la verdad.
Está en el
centro, desnuda, sin escudo, sin mentiras, sin paracaídas, sin red. Está sola y
suspendida en su umbral, con la decepcionante sensación de no ser libre, de no
poder dejar de ser el centro de atención y no poder apagarse a su voluntad cuando
pasa un loco caminante a su lado para reírse de su caída al no ver el desnivel
del suelo y no poder encenderse cuando pasa una coqueta señorita para presumir
de su fulgor.
Está cansada de no poder zafarse de los hilos que la atrapan y que
deciden por ella como si fuera una marioneta de la electricidad. Mientras la
encienden y la apagan se retrotrae y divierte con su propio alcance y con el
juego de luces y sombras que es capaz de crear a su alrededor; con las figuras
que nacen cuando es movida por el viento también en contra de su voluntad.
Pasan las horas,
los días, las semanas y las estaciones y ella sigue ahí, estática, siendo usada
y sintiéndose ajena de sí misma, alienada de su propia naturaleza, viendo el
mundo de luz frente a ella y la oscuridad y la penumbra que hay a sus espaldas.
Está condenada a estar en medio, a ver, a contemplar, a jugar, a desviar, a ser
poderosa pero a no gobernar sobre sí misma, a tomar las decisiones que le dejan
tomar, a moverse cuando se lo permiten y a llenarse del polvo de la calle que
le acaricia su superficie lisa, fuerte y delicada.
Aguanta, lucha y
se exige hasta que un día, sólo un día, en un momento de valentía y cobardía a
la vez que sólo puede provenir de su vida de contrastes, matices y
contrariedades decide “impresionar”, consumirse hacia dentro, hacia sus entrañas
y dejar de ser, dejar de existir, de encenderse cuando se lo ordenan, de
iluminar sólo cuando se lo permiten y se atreve a tomar la única sentencia que
nadie, absolutamente nadie le puede arrebatar: desconectarse, hundirse y
apagarse para todos, para ella, para siempre.