No hay trabajo. ¿Quién de nosotros no ha escuchado, o en el peor de los casos, no ha dicho esa frase?. Dicha afirmación no es más que la sentencia que tenemos que padecer en el momento actual; una economía en declive –cada vez más acusada- impulsa a las personas a abandonar su zona de confort, en especial a los jóvenes, caracterizados siempre por ese afán de superación, ganas de salir adelante y esa ambición propia de quien empieza a construir un camino hacia lo desconocido, hacia un futuro mejor; lejos del calor y la seguridad de los brazos paternos y maternos; una fuga no sólo de cerebros sino de corazones; un tanto por ciento de desarraigados (y exiliados, según se mire) que continuará dejando a España como uno de los países con más alta tasa de envejecimiento de la UE.
¿Por qué? Las respuestas son tan sencillas y, a la vez, tan vacías que se escapan de los dedos a borbotones: una empresa que no confía en la experiencia juvenil; un Estado que no propicia facilidades para estudiar; reducción exagerada de plantilla; una sociedad tan anclada en la tradición y en el negativismo que ya no cree en el cambio, en la mejora de manos de “esos alocados jóvenes”, tan llenos de vitalidad y confianza a los que no les queda otra opción que “probar suerte” en otros laberintos, buscando el queso que alguien les ha quitado.
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