El tiempo,
lejos de afianzar tu fe, te la roba, te la quita, te la absorbe y te deja
perplejo y con un eco en tu cerebro que te repite una y mil veces que fuiste
una obcecada paciente a la que nunca le llegó el turno.
Esperas y
esperas mientras sonríes a los lados con la mirada tímida de quién no cree que
aún siga ahí.
Sonríes y
esperas sin darte cuenta de que todos a tu alrededor sonríen esperando lo mismo
que tú, perdiendo la fe pero manteniéndose aferrados a algo mucho más endeble,
a la esperanza.
Abandonas la
certeza de lo que sucederá por la posibilidad de que suceda y ahora sonríes con
las ganas de quien se siente libre, de quien acepta su realidad basada en
posibilidades (¿probabilidades?).
Despiertas de
tu ensoñación, respiras profundo y abres los ojos enfocando lo que tienes
delante y te topas con la sorpresa de lo poco probable cuando tienes la imagen
real de dos ancianos sentados, distraídos, enfurruñados y luego sonrientes que
me desvela que el tiempo es la alfombra que pisas descalzo sin temor a cortarte
porque aunque esté ajado, descolorido y le falten pedazos; es tuyo, es tu tapiz,
es tu suelo, tu margen y, sin duda, tú decides con quién malgastarlo o con
quién abrazarlo repitiéndole que no se preocupe, que ya no esperas, que sólo
vives.
Miras esa pareja
con la preocupación de una pregunta sin responder: ¿cómo han llegado hasta ahí
juntos? Y fórmulas esa misma pregunta de mil maneras diferentes buscando una
respuesta fácil hasta que te das cuenta de que nunca dejará de ser una pregunta
retórica. Sólo son, sólo están, sólo aman sin verdades universales, sin
confianzas ciegas, sin certezas; con los bolsillos llenos de tiempo perdido, de
deseos que nunca fueron, de sueños sin cumplir, es decir, llenos de vida, de
amor, de esperanza. Juntos.
Es entonces cuando te das cuenta de
que el tiempo son arrugas, canas, roces, secretos, turnos, esperas, continuos “y
si…”, continuas pérdidas pero, sobre todo, continuos hallazgos.