Esa mañana se despertó y allí estaba: blanca, pálida y con ojeras. Se vio a sí misma, por fin, clara y transparente, con la verdad ante sus ojos como la nitidez que palpa al ponerse las gafas o la precisión de las arrugas de sus manos. Comprendió que el claroscuro no es el gris, que es la guerra y la muerte paulatina de la claridad ante las fauces de las tinieblas.
Allí estaba ella, sola en su casa de una habitación y un baño-cocina en el centro de la ciudad. Con las manos apoyadas en el lavamanos y las puntas de los dedos blancos al agarrar con fuerza el húmedo mármol; de pie, tosca y confusa pero libre. Jugó con sus ojos a llevarlos de un rincón a otro de su cara. Tenía treinta años y era libre.
Recordó la noche anterior y sintió el gusto del vino amargo en su boca, su ceño fruncido denotaba la inconformidad de su pelo enmarañado y el latir de su corazón esquivo, ajeno a ella.
Era miércoles, tenía treinta años y se sentía libre. Libre de ella. Ya no la verían más en su trabajo; era libre de sus "buenos días" y de sus "¿quieres comer conmigo?".
Cinco años de relación oculta que se iban por el desagüe al abrir el grifo y al soltar el lavamanos y dejar que la sangre fluyera por sus dedos. Se echó el agua fría con las manos temblorosas para que los restos de maquillaje, fundidos con lágrimas, se perdieran en la alcantarilla como se pierde el sonido en el espacio.